08 junio, 2006

Cuando llega la cruz

Los cristianos hablamos y traemos a colación muy seguido la cruz, pero en general, en el mejor de los casos, la vemos como algo ¡muy lejano! o bien como algo muy grande, aplastante, que no seremos capaces de tomar ni con la punta de los dedos. En lo que creo que coincidimos todos es en que no nos gusta nada. Simplemente llega cuando menos pensamos y del modo más oscuro a veces, y que es cruz lo que nos encontramos de improviso, ES; pero... ¿es la cruz de Cristo? o, mejor planteado: ¿Cómo transformar la cruz que a todos nos toca en la cruz de Cristo?
Cristo en la cruz del Greco


No tengo experiencia de grandes cruces en mi vida, pero si lo pienso con calma, sí las he tenido directa o indirectamente, pero a la larga, las he aceptado o han pasado _todo pasa en la vida_ y lo que quiero meditar hoy es un poco eso tan misterioso de que la cruz lo es mientras estamos ahí, pero cuando pasan ya casi no nos parece que hubiésemos sufrido tanto en algunas épocas, clavados sin poder hacer más de lo posible en las circunstancias de cada cual, esperando los acontecimientos como expectadores, no como actores, aunque a veces seamos los causantes de nuestros dolores nosotros mismos, pero igualmente, si nos hacen sufrir es cruz, como la del buen ladrón que por robar se la dieron, no como la de nuestro Jesús que la tomó sobre sí por los pecados del mundo entero, siendo inocente.

Estoy posteando desde esta pregunta clave: ¿Cómo hacer de mi pequeña cruz una cruz redentora, parecida a la del Señor?

He experimentado muy bien que cuando la aceptamos como venida de sus manos y como un Padre que sabe qué es lo mejor para sus hijos, es más liviana. Claro, desde afuera puede parecer nada comparada con los sufrimientos de otros, pero es la cruz que Dios tiene preparada para mí, para cada uno, especial y a la medida de la gracias que nos da junto con ella para vivirla santamente , que, dice San Pablo haber oído al Señor decirle que le bastaba con ella y por algo será, también para nostros aquí y ahora.

No interroguemos mucho al Altísimo con una lista de ¿por qué, Señor, por qué? sino el ¿PARA QUÉ? que es lo que nos hará darle el sentido a eso que nos hace sufrir.

He comprobado que hay que vivir cada acontecimiento, siguiendo con las enseñanzas de San Francisco de Sales, entregados como hijos en los brazos de su padre, sin pataleos inútiles, sin pedir nada ni rechazar nada de lo que Dios nos manda; así, cuando miremos para atrás veremos con nitidez que Él ha estado al timón y en nuestra compañía en cada ocasión en que hemos pasado desde un simple mal rato hasta que no nos desclavó de nuestra cruz hasta la muerte.

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