Vengo llegando de una clínica, pero no de una maternidad que es el lugar simpático en general de cualquier recinto hospitalario en que se respete la vida; Vengo llegando del piso de pensionado corriente, pues una amiga que fue sometida a una operación cesárea no tiene su hija Miguelita a su lado: la criatura nació muerta y murió mientras era monitoreada, con su madre por testigo.
Con todos los sensores puestos sobre su vientre mi amiga oyó del último latido de su niña de término, preciosa -he visto su foto sobre el velador y parece muñeca, sólo que con las uñitas y labios amoratados- pero en paz. Esa criatura nació para el Señor y nada más que para Él, por eso la recogió en las puertas de su breve existencia.
Esta pena grande pero vivida en paz -también paz de los padres y mía que soy compañía que sirve de poco- me ha hecho pensar mucho en los caminos de Dios y en que estas cosas pasan aunque se tenga la mejor medicina al alcance del bolsillo como es el caso, pues no estamos preparados para que la técnica no responda por cada necesidad o deseo, y hay que convencerse que a veces ¡no responde! y no hay que increpara a Dios por ello. Son sus planes insondables y hay que agarrarse de la fe.
Por supuesto que he pensado en otros niños que mueren de modo horrible y a sabiendas de los árbitros de la vida y la muerte, dueños de las técnicas que no salvaron a Miguelita, y que las han usado contra inocentes que de haber vivido hubiesen sido agradecidamente recibidos por otros padres que sin culpa alguna no han podido engendrar.
¡Cuánta iniquidad! Niños muertos sin culpa, sin derechos humanos y posibles adultos deseando darles el chorro de amor que llevan consigo y ni uno ni otro se beneficiarán.
Bueno, éste es una entrada triste, pero aprovecho de ofrecer la muerte de esa niña y el dolor de esos padres y todos sus amigos para que se comience a respetar la vida, ese don divino y maravilloso hasta en las personas más mínimas.
Con todos los sensores puestos sobre su vientre mi amiga oyó del último latido de su niña de término, preciosa -he visto su foto sobre el velador y parece muñeca, sólo que con las uñitas y labios amoratados- pero en paz. Esa criatura nació para el Señor y nada más que para Él, por eso la recogió en las puertas de su breve existencia.
Esta pena grande pero vivida en paz -también paz de los padres y mía que soy compañía que sirve de poco- me ha hecho pensar mucho en los caminos de Dios y en que estas cosas pasan aunque se tenga la mejor medicina al alcance del bolsillo como es el caso, pues no estamos preparados para que la técnica no responda por cada necesidad o deseo, y hay que convencerse que a veces ¡no responde! y no hay que increpara a Dios por ello. Son sus planes insondables y hay que agarrarse de la fe.
Por supuesto que he pensado en otros niños que mueren de modo horrible y a sabiendas de los árbitros de la vida y la muerte, dueños de las técnicas que no salvaron a Miguelita, y que las han usado contra inocentes que de haber vivido hubiesen sido agradecidamente recibidos por otros padres que sin culpa alguna no han podido engendrar.
¡Cuánta iniquidad! Niños muertos sin culpa, sin derechos humanos y posibles adultos deseando darles el chorro de amor que llevan consigo y ni uno ni otro se beneficiarán.
Bueno, éste es una entrada triste, pero aprovecho de ofrecer la muerte de esa niña y el dolor de esos padres y todos sus amigos para que se comience a respetar la vida, ese don divino y maravilloso hasta en las personas más mínimas.
1 comentario:
es forzoso decir que cuando el amor está presente en la vida de los que aman supera la muerte misma.
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